Monday, July 17, 2006

El traje del Caudillo

Jesús Silva-Herzog Márquez
En una comarca mexicana apareció un Gran Caudillo tan aficionado a las intrigas que nada veía que no formara parte de una vastísima conspiración. Al momento que sus párpados se abrían, desfilaban ante sus ojos intrigantes tramando la siguiente puñalada. El paisaje de su mirada era un cuento sencillo y comprensible. No era necesario mucho esfuerzo para entender su fábula. El Bien había encarnado en él, el gran hombre de la esperanza. Era un hombre que no dejaba de divulgar su evangelio. El Mal, por el contrario, se escondía entre los árboles, bajo la tierra, en las nubes. El mal podía estar en todos lados. Hasta la sopa que bebía el gran hombre podía estar envenenada. Nadie más que el Caudillo podía detectar la sombra maligna. Por ello los habitantes de ese reino entregaron su inteligencia al Gran Caudillo. Podían dudar de sus ojos y de sí mismos pero nunca del Virtuoso. Ellos podrían equivocarse. Él no.La Verdad y la Justicia eran los reinos exclusivos del Gran Caudillo. De su convicción manaba la Realidad. Nada sucedía realmente sin su Testimonio. La lluvia empezaba a mojar en el momento en que el Gran Caudillo sacaba su paraguas. Mientras eso no ocurría, el agua que caía era un engaño orquestado por los malignos. Por eso los súbditos del Caudillo decidieron deshacerse de todos los instrumentos de la vieja objetividad. Una tarde todos los habitantes de aquel reino quemaron los relojes en la plaza central. Habían llegado a la conclusión de que los instrumentos de las manecillas estaban infectados. Que todas las horas contengan la misma cantidad de segundos era una treta. Nos engaña quien pretende contar de igual modo las horas felices y las horas tristes. Es un fraude darle el mismo valor al tiempo de la esperanza que al tiempo del miedo. El día, las semanas, las estaciones se midieron desde ese momento con un instrumento que divulgaba el compás emocional del Buen Hombre. Si el amado líder estaba contento, las horas de todo el reino acompañarían su dicha. Si se entristecía, el reloj colectivo se adheriría a su aflicción. Lo mismo sucedió con el resto de los dispositivos de la medición. Condenados como mecanismos sospechosos, el reino se deshizo de las reglas, los termómetros, los censos y las siniestras estadísticas. La suposición del Gran Caudillo era infinitamente más confiable que cualquier dato. Por eso se puso a la venta la biblioteca del reino y se colocó en su lugar el archivo de las opiniones del Caudillo. Los súbditos del reino adoraban esa colección de ocurrencias diarias como el santuario de la moral pública.Lo mismo podría decirse de las reglas. Las viejas normas del reino resultaron obsoletas: el abrigo de los privilegiados. Lo debido era lo hecho por el Caudillo. Lo indebido, aquello que condenaba el Gran Hombre. En el palacio de gobierno se inscribió esta frase sentenciosa: "El respeto a los principios del Gran Hombre es la paz". En otras palabras, quien no se atiene a los deseos del Caudillo llama a guerra civil. Por cierto, el nuevo estatuto del reino resultó rentable: los jueces y legisladores decidieron voluntariamente abstenerse de declarar la reglas del lugar. La ley sería simplemente la voz del Caudillo. El parlamento cerró sus puertas. Los jueces se fueron de vacaciones permanentes.De ese modo, quien quisiera conocer las ordenanzas del reino, tendría que codificar el pontificado personal del Caudillo. El investigador interesado en saber cuántos habitantes vivían en el reino acudía al dicho más reciente del Caudillo. Si alguien quería averiguar lo que había sucedido recientemente en algún paraje distante, habría de consultar la opinión del incorruptible. Los certificados, las pruebas, los testimonios eran totalmente irrelevantes para la constatación de la verdad. Es más, todos esos certificados resultaban engaños. Frente al fraude de lo visible, se imponía la convicción de un hombre. El Caudillo se convirtió en la única fuente de la verdad.Ahí empezó la decadencia del feliz reino. El Caudillo amante de las intrigas empezó a ver conspiraciones en su antesala. Primero fue un hombre que se atrevió a sacar su paraguas cuando sintió gotas de lluvia en su cabeza. Admiraba y quería al Caudillo, pero un día se distrajo, sintió que lo mojaba el agua y abrió la pantalla. ¡Herejía inadmisible! El Caudillo no había decretado la existencia oficial del aguacero, por lo que la sombrilla resultaba abiertamente insurreccional. El hombre del paraguas fue condenado como traidor. Se le acusó de venderse a los malignos y de pasar al territorio enemigo. Fue fusilado. El fusilamiento sirvió de advertencia. En temporada de tempestades todos salieron a demostrar que el sol radiaba. Ostentaban su lealtad con sus cuerpos empapados. Pero a las siguientes lloviznas los paseantes empezaron a sacar sus paraguas sin esperar el permiso oficial. El Caudillo empezó a quedarse solo, rodeado de fanáticos cada vez más vehementes. Los súbditos se atrevieron a abrir los ojos y empezaron a recuperar el uso de su inteligencia. El Caudillo no sobrevivió el momento en que la razón regresó a la cabeza de sus seguidores.En su fundación, el reino había mirado hacia la colina de la izquierda. Defendía la igualdad, la racionalidad, la legalidad. Los delirios conspiratorios del Caudillo llevaron a ese reino al extremo contrario: a la promoción fanática de un elegido, a la fascinación por un mito que no se interesa en la verdad y al imperio del chantaje. Hubo que esperar al primer súbdito para que el grito cundiera: el Caudillo está desnudo.

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